El discreto milagro democrático de Uruguay
Por UKI GOÑI 16 febrero 2016
MONTEVIDEO — “Porque aquí naides es más que naides”. Esta frase, uno de los dichos más entrañables de este pequeño país latinoamericano, se remonta al siglo XIX y la suelen usar intelectuales, presidentes y ciudadanos de a pie. Es una expresión del espíritu democrático que resume el sentir de los uruguayos por su tierra.
Con solo 3,3 millones de habitantes, Uruguay es la nación menos poblada de América Latina. En un marcado contraste, Brasil, su vecino, tiene una población de más de 200 millones. Pero lo que le falta en cuanto a población, Uruguay lo compensa con su posición como el país menos corrupto y más democrático del continente. Además, Uruguay y Chile son los dos únicos países de la región que Naciones Unidas clasifica como naciones de “ingresos altos”.
Uruguay era conocida como la “Suiza de América del Sur”, en parte por su legislación sobre secreto bancario. Pero la frase también hace alusión a su profundo respeto por el Estado de derecho.
En una región donde la democracia está amenazada por el mal manejo de la economía, la corrupción política, los carteles y las crisis ambientales, Uruguay es el único país que, según el índice de democracia de The Economist de 2015, ocupa un lugar entre las 20 “democracias plenas” del mundo, e incluso supera por una posición a Estados Unidos.
El nacionalismo apasionado que prevalece en los demás países, exacerbado cuando líderes populistas pretenden aferrarse al poder, no existe en Uruguay, y eso no es poca cosa. Es algo que a algunos vecinos de Uruguay les convendría adoptar.
“No utilizamos la palabra ‘nación’ frecuentemente”, comenta el historiador uruguayo Gerardo Caetano. “Preferimos hablar de república”.
Tal vez por esto, Uruguay recibió una calificación perfecta en los índices de libertades civiles y proceso electoral, un logro que solo igualan Noruega y Nueva Zelanda. Argentina y Brasil, por otro lado, ocupan los lugares 50 y 51, entre las “democracias imperfectas” del planeta, un vergonzoso título para dos orgullosas, pero turbulentas, potencias económicas.
Sin embargo, hay una mancha en la historia de Uruguay que dejó una profunda huella. Durante el periodo colonial, Montevideo era un centro para el comercio de esclavos en América del Sur. Hoy en día, el país tiene una gran comunidad afrouruguaya; cerca del 10 por ciento de la población desciende de esclavos.
El percusionista Fernando Núñez vive en la misma casa que sus antepasados, esclavos africanos liberados, ocuparon en 1837. Le encanta relatar anécdotas de sus experiencias con la Filarmónica de Berlín o con su orquesta de percusiones durante el carnaval. Pero también habla enérgicamente del racismo que todavía observa en Uruguay. A pesar de ser un artista respetado en Montevideo, Núñez señala que algunas veces ve cómo los uruguayos blancos se cambian al otro lado de la acera cuando camina por la calle.
Fuera de ese defecto, “somos una sociedad extremadamente liberal”, reitera Fernando Cabrera, uno de los artistas más reconocidos de Uruguay. “Es nuestra herencia. Durante la primera mitad del siglo XX, Uruguay fue una maravilla, era incluso más progresista que ahora”.
Se refiere a las reformas liberales que encabezó el presidente José Batlle y Ordóñez que ayudaron a crear una sociedad equitativa en un continente donde la norma es un contraste pronunciado entre las élites y los marginados. El Uruguay de Batlle promovió avances sociales impensables en otras áreas e incluso, en 1913, aprobó una legislación que contemplaba otorgar el divorcio solamente con la solicitud de la mujer.
Decir que otros países de la región se quedaron rezagados es poco. Chile legalizó el divorcio hace apenas 12 años.
Este legado moldeó al Uruguay de hoy. En 2012, en una medida histórica, se convirtió en el segundo país de América Latina (además de Cuba) en legalizar el aborto. Y hace tres años, Uruguay se convirtió en el primer país del mundo en legalizar la venta de mariguana.
Según Caetano, esta utopía solo es posible por el “contrato social” que distingue a Uruguay. Los uruguayos parecen haber acordado tácitamente que resolverán sus diferencias en las urnas electorales, en vez de convocar a las masas a las plazas para poner a prueba el peso de las facciones opositoras, como sucede en Argentina.
“En Uruguay, los partidos políticos no son más importantes que los movimientos sociales”, puntualiza Caetano. Los uruguayos sienten una desconfianza saludable por los líderes carismáticos o mesiánicos, y eso los protege de la plaga de presidentes que extienden su mandato, como ha ocurrido en Venezuela, Ecuador y Bolivia”.
“No tenemos ese sentido de política épica; solo tenemos una democracia aburrida”, concluye.
Uruguay también es moderado frente a la religión. Si preguntamos a cualquier persona en Uruguay qué distingue a su país del resto de América del Sur, casi siempre la respuesta es “nuestro laicismo”.
Por disposición de la Constitución de 1919 y de una ley promulgada ese año para acabar con los lazos de la era colonial entre Estado y religión, la designación oficial de la Navidad es “Día de la Familia”; casi todas las personas se refieren a la Semana Santa como “Semana del Turismo”, y la festividad del 8 de diciembre, que en otras partes se celebra como el Día de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, es el “Día de las Playas”. Incluso la ola de entusiasmo que se desató tras la elección de un papa sudamericano hace tres años no alteró la esencia secular de Uruguay.
“No asistí a la proclamación del Papa Francisco”, me dijo José Mujica, expresidente de Uruguay, cuando lo entrevisté en 2014. “¿Por qué debería asistir? Uruguay es un país laico. Respeto a Francisco como persona y como líder religioso, y lo visité en privado después. Pero no tenía ninguna función oficial que cumplir ahí”.
Cuando pasé por el puerto de Montevideo, me llamó la atención ver unas pilas interminables de turbinas de viento por armarse. En menos de una década, Uruguay se ha convertido en el líder continental en energías renovables. El año pasado, produjo el 95 por ciento de su electricidad a partir de fuentes renovables y redujo en gran medida su dependencia del petróleo extranjero, que en algún momento representó el 27 por ciento de sus importaciones.
Esto es apenas una pequeña muestra de cómo Uruguay, por méritos propios, ha logrado convertirse en una de las naciones más progresistas del mundo. En su país vecino, Argentina, la región de Patagonia pide a gritos se construyan granjas eólicas; pero han preferido concentrarse en la fracturación hidráulica y en nuevas plantas nucleares.
América Latina puede aprender mucho del pequeño Uruguay.
(Tomado del New York Times)
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